lunes, 2 de septiembre de 2013

EL DESCRÉDITO, Prólogo de Vicente Muñoz Álvarez



Si existe un novelista, por encima de cualquier otro, que haya marcado a los escritores de mi generación y se merezca hoy en día por méritos propios un homenaje, ese es Louis-Ferdinand Céline, autor, entre otras, de dos de las novelas más importantes del pasado siglo, Viaje al fin de la noche y Muerte a crédito, maldito entre los malditos, estigmatizado por sus panfletos antisemitas y su colaboracionismo con el régimen de Vichy durante la Segunda Guerra Mundial, vilipendiado, ninguneado y odiado, pero también idolatrado, admirado e imitado hasta la saciedad. Un homenaje que incluso en su país natal, Francia, le ha sido denegado por motivos de oportunismo político, y que hoy, en España, aquí y ahora, en plena debacle económica y social (y en un contexto muy semejante al que él denunció en su día), un grupo de narradores nos hemos decidido a brindarle.

Porque creemos, en primer lugar (y en eso coincidimos prácticamente todos), que su obra lo merece, por encima de cualquier consideración biográfica, histórica o política. Porque para nosotros es un indiscutible referente y maestro, quizás el más grande de todos, y desde nuestra posición de escritores nos sentimos obligados a hacerle justicia. Porque, hoy más que nunca, desencantados de la política y el sistema imperante, el mensaje anarquista de sus novelas sigue más vigente que ayer. Porque no queremos seguir siendo cómplices de su linchamiento y de tanta hipocresía. Porque sus palabras nos agujerean el corazón y enseñan gigantescas verdades, gusten o no, duelan o no, escandalicen o no, hieran a quien hieran. Porque de su nihilismo aprendemos, gracias a él somos individuos pensantes, no marionetas, y debido a él nos liberamos de velos y ataduras y contemplamos objetivamente el mundo. Porque si hubiera que juzgar (como se le ha juzgado a él y a su obra) la literatura y el arte por la catadura moral de sus artífices, las bibliotecas y museos se vaciarían…

Por todo ello y mucho más, esta antología, nuestro sentido homenaje. 

“Ya de puestos, hasta cuello”, afirmaba a menudo Ferdinand, y hasta el cuello nos hemos metido en su obra y hasta el fondo hemos querido llegar. Sin complejos ni prejuicios, sin filtros morales ni consideraciones éticas, por el mero hecho de admirar su prosa y reconocer su maestría, por el puro placer de hacerle (nuestra) justicia.

Cuando uno lee Viaje al fin de la noche o Muerte a crédito o Norte o Rigodón, tiene que ser objetivo, lo primero. Tiene que reconocer, por encima incluso de la Historia, que lo que el viejo y resentido Céline afirmaba categóricamente desde su derrota: “Soy el escritor más grande de este siglo”, tiene en parte su fundamento. Es una fanfarronada celiniana, indudablemente, pero, en cualquier caso, una indiscutible verdad. Lo que él hizo con el lenguaje, con las palabras, lo que descubrió al fondo de nuestras atormentadas mentes, lo que intentó plasmar, lo que gritó, lo que cantó, fue la gesta de nuestra desolación, el espectáculo dantesco de nuestro destino. Algo que, al fin y al cabo, a todos nos da miedo: como ver nuestro cadáver pudriéndose y contemplar atónitos nuestros gusanos.

Maurice Bardeche, en su biografía sobre LFC, afirma: “Hay algo que siempre resultará ingrato, que siempre espantará a los espíritus timoratos, y es la no esperanza de Céline, el precipicio que nos fuerza a contemplar, el abismo que no deja otro futuro salvo el caos. Céline lo había dicho en una ocasión en una de sus entrevistas: no se permite dudar de los hombres, y esa es una blasfemia para la que no hay absolución.”

Nuestro miedo, nuestra misantropía, nuestro espanto… Si la literatura refleja (directa o indirectamente) nuestra experiencia, ¿cómo no va a reflejar nuestra desgracia?

Ese fue Céline, y ese, asimismo, su genio y maestría, su ominoso e iluminado talento: cantarle al horror y desnudar por dentro nuestra mentira.

Su primera novela, Viaje al fin de la noche, abre la puerta al carnaval: ahí está Bardumu, su alter ego, denunciando el sistema de ser hombre, el mero hecho de estar vivo. La farsa de la colonización, de la guerra, de la política, de la medicina, del orgullo, de la dignidad… Primer aviso.

Luego, Muerte a crédito. Aquí lo grotesco se erige ya sobre lo ideológico o lo racional, se olvidan los contextos, las excusas, para ir directamente al grano: nuestra infancia, los primeros pasos, el principio del fin, el aprendizaje de la miseria y la muerte, el despertar… Céline ya no es Bardamu, ahora es él mismo, Ferdinand, y lo será ya en el resto de sus novelas. Ya no hay más lepras que ocultar. Perdida la esperanza, sólo queda ya el resentimiento. Comienza la función, el espectáculo. La humanidad al completo es una mentira, una farsa, una invocación de muerte. Y es precisamente esta revelación, la total sinrazón, la absoluta desesperanza, la que le lleva a la exaltación final y la que justifica, al menos de algún modo, su desafortunado error político.

Y entonces llega el odio, el aullido de la fiera herida, acorralada, perseguida y demonizada: Fantasía para otra ocasión, De un castillo a otro, Norte, Rigodón, etc.

Céline fue sin duda el perdedor del juego y él mismo se regocijó en su derrota, se la sirvió en bandeja a la posteridad.

Aunque no pretendemos disculparle, exactamente. Lo que más bien intentamos es mostrar cómo la experiencia influye a veces de manera trágica y extraña en la literatura, cómo en ocasiones el dolor engendra monstruos, para poder desglosar con tino de su obra su inigualable estilo, su lenguaje emotivo grandioso, de los hechos dramáticos que lo originaron.

¿Fue Céline un escritor en esencia fascista o le llevó su desengaño a serlo? ¿Fue realmente el más grande o fraguó deliberadamente su imagen desde su escritura? ¿Fueron, en suma, sus panfletos antisemitas fruto de su desencanto, o más bien el reflejo de un sentimiento, “la tentativa de un sendero” (parafraseando a Herman Hesse)?

Sea cual fuere la respuesta, creo que lo más oportuno, por encima de cualquier prejuicio e ideología, de cualquier sentencia apresurada, es leer inteligentemente sus novelas, con la venia de los timoratos.

Y eso es lo que hemos hecho exactamente en esta antología, Julio César Álvarez y yo como antólogos, y otros veinticinco autores españoles contemporáneos, algunos más y otros menos conocidos, antes de escribir sobre el tema: leer imparcial y desprejuiciadamente a Céline, primero, para poder hablar con fundamento de su legado y obra después. Algo que muchos de sus verdugos y detractores, me temo, no se han ni si quiera dignado a hacer, al menos con la debida objetividad de espíritu.

Este es, pues, nuestro homenaje y tributo, Maestro, para ti nuestra ofrenda.





VICENTE MUÑOZ ÁLVAREZ

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