Céline sigue en movimiento, todavía hoy. Crece y decrece, palpita y se apaga a intervalos, dejando siempre tras de sí cientos o miles de heridos por su lectura y la ingenua pretensión de hallar esa extraña fórmula que parece esconder. Prosa auténtica, estilo auténtico, sin más. Algo en principio sencillo, pero que todo autor sabe sumamente difícil. Por eso estas páginas no iban a ser una excepción. Decía Enrique Vila-Matas en aquel libro de reflexiones que fue El viajero más lento. El arte de no terminar nada (Seix Barral, 2011), que “nuevamente renace esa casi inconfesable e incómoda atracción que sentimos hacia las cosas de Céline” y que indefectiblemente nos obliga “a tomar partido”. Tal vez por eso, en esta antología no duda en definirle como un “hombre un poco pesado” (incluido en el propio título) o esa otra en que lo puntualiza como “autor de un solo libro, el primero (…) y que lo otro fue pura cháchara y aullido”, amén de “cerdo repugnante” y demás parabienes. Y así se cruza uno siempre con Céline, con pasión y odio encontrados, con admiración y deseo de colgarlo en la plaza pública, o como poco esconderlo en un rincón, en ese cuarto oscuro que es la sombra más negra de la humanidad. Características de tal calibre, evidentemente, sólo las tiene un padre o un maestro, y puede que Louis-Ferdinand Céline sea, ni más ni menos, ambas cosas. El padre y maestro de la literatura contemporáneas, al menos de cierta literatura, ésa que persigue coger del cuello la verdad y crear belleza extrema de lo más terrible de nuestro ser.
Es
por ello que Vicente Muñoz y yo decidimos acercarnos a la figura del francés,
levantar una antología con autores de muy distinto tipo y ver qué nos
encontrábamos al final del trayecto. Y sucedió lo esperable. Cada autor
interpretó al autor de Muerte a Crédito
de un modo muy distinto, cada uno forzó más si cabe su propia sintaxis (la
sombra de Céline es alargada) en un intento de homenajear al desagradable
maestro y hacer ver las consecuencias de una filosofía celiniana, si eso es
posible y aconsejable. No debemos olvidar que Céline en algunas cuestiones era
un amargado nihilista, pero un nihilista que no podía dejar de escribir, quizá
porque el resto de aspectos de la propia existencia eran mucho más detestables.
Así, la
selección de autores (unos más consagrados, otros más prometedores), han
descendido por su particular abismo para responder al enigma Céline. El
conjunto es sumamente interesante, porque además de desentrañar parte de ese
enigma, también se produce el voluntario o involuntario desnudo que aquel Viaje al fin de la noche les causó. Digo
esto, porque es probablemente, junto con Muerte
a crédito, la obra que más veces se menciona. Una especie de espejo en el
que muchos se han querido ver reflejados nuevamente. Lo que convierte en un
alivio encontrarse con ese cinismo vitalista que para Bruno Marcos atesora el
gran maldito, o su contrapeso inevitable, la asfixia y enormidad celiniana de
Miguel Sánchez Ostiz. Sin olvidar el discutido tema del antisemitismo, en ello
profundizan a pleno pulmón y sin ayuda de oxígeno, por ejemplo, José Ángel
Barrueco o Juan Carlos Vicente; aunque
también hay ficciones de muy distinto tipo que encierran indirectamente parte
de esa fascinación inagotable, y pienso en Patxi Irurzun o en Pepe Pereza, o
ese otro retazo de autobiografía, con tintes militares y descreimiento precoz
que es el relato de Carlos Salcedo. Sin olvidar, ya digo, el juego con la
sintaxis, como en Alfonso Xen Rabanal, o esa otra conversación extraída de lo
digital, por Joaquín Piqueras, que lo que logra, sobre todo, es acercar a
Céline con naturalidad al desmoronamiento de este nuevo siglo.
Luego están
la las recreaciones de hechos
sintomáticos en la frágil existencia del autor, como aquella visita fugaz que
hicieran Burroughs y Ginsberg, y que ahora nos acerca Mario Crespo, que junto
con esa otra dramática travesía en barco de Celia Novis, humanizan y dan cabida
a personalísimos retratos, tan posibles o más que aquellos otros autorretratos
escondidos en sus libros. Siempre, eso sí, con un instintivo sentido de tensa
admiración.
Estos son
algunos de los elementos y artefactos que el lector encontrará de aquí en
adelante. Se cruzará con lo mejor y peor de aquel huraño ser que destapo para
siempre la caja de los truenos, la que supone ir de frente, sin titubeos y
medias tintas, perdigones de más o menos calibre que se instalarán
infecciosamente en lo más profundo de nuestro cerebro y que plantearán sin
demora una nueva lectura o relectura del fenómeno Céline y su infinito legado.
No podrán evitar
chocar indirectamente con sus contradicciones, su visceralidad más profunda,
hurgar en esos recodos que parecen esconder algún tipo de respuesta, la que
sólo aparece en los peores momentos, en las guerras o en el choque frontal
entre los seres humanos más desesperados (tal vez esta crisis económica que se
alarga sin fin, no sea más que un conflicto bélico sin armas y el mejor momento
posible para llevar a cabo esta antología). Aunque la respuesta que pueda
ofrecer el “viejo rabioso”, si es que
ofrece alguna, es el poderoso atractivo de su estilo, ese sempiterno estilo
fragmentado y su genial abismo que nos mira directamente a los ojos (ya decía
Buffon aquello de que “el estilo es el
hombre”). Vivimos tiempos confusos, no hay duda, eso convierte y convertirá
a Céline en el perfecto guía por el desfiladero. Eso sí, miren con cuidado
hacia abajo. Queda en sus manos.
JULIO
CÉSAR ÁLVAREZ
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